Asialink • ¿Cómo afecta a Latinoamérica la guerra comercial China-EE.UU.?
La disputa de aranceles entre Washington y Pekín va tomando los tonos de una guerra comercial en regla entre las dos principales economías del planeta.
A la imposición de tasas por el gobierno del presidente Trump sobre un largo listado de productos, China reaccionó con imposiciones similares.
Ante el temor a una espiral de medidas y contramedidas de corte proteccionista, la economía mundial se estremeció. Cayeron las Bolsas, con todo lo que eso conlleva como reflejo de, pero también de repercusiones sobre, la economía real.
Washington viene sumando cuentas pendientes con Pekín desde los años del presidente Obama.
A las protestas contra los subsidios de China a sus exportaciones, se suma el voluminoso déficit norteamericano en el comercio bilateral, la denuncia de “robo de propiedad intelectual” por las prácticas chinas para hacerse de tecnología, y las consecuencias de estas prácticas sobre el empleo y la fortaleza industrial de Estados Unidos.
El gobierno chino busca desactivar esas acusaciones, que no sólo afectan su comercio exterior sino también la inversión de las corporaciones chinas en el extranjero.
La respuesta de Pekín fue medida, adecuada a los términos en que China viene aún enmarcando lo que llama su “ascenso pacífico”, y a los intereses todavía compartidos entre ambas potencias: Estados Unidos es uno de sus principales mercados de exportación, y a la vez China sostiene financieramente a Washington al ser el principal tenedor mundial de bonos del Tesoro norteamericano.
Sin embargo, el nuevo recalentamiento de las fricciones bilaterales desmiente la difundida ilusión de que la disputa económica entre las grandes potencias, es garantía de que los chispazos de sus intereses encontrados no derivará en incendio.
Más allá de las aseveraciones -más bien expresiones de deseos- de que “no hay guerra comercial entre China y Estados Unidos”, el vuelco hacia políticas proteccionistas y represalias contraviene la fingida cordialidad que enmarcó la visita del presidente Trump a Pekín en noviembre.
De fondo, el plano comercial no es más que un aspecto parcial de un conflicto que atañe a la competencia hegemónica entre las dos mayores potencias del siglo XXI, y que por eso impregna todos los campos de las relaciones internacionales.
Por detrás asoma el debilitamiento industrial y exportador de Estados Unidos y la sobreproducción china en acero y electrónicos.
Y por delante todo ello empieza a traducirse en movidas de ajedrez mundial.
La nueva Estrategia de Seguridad Nacional estadounidense -dada a conocer en enero- apunta a China (además de Rusia) como competidor y rival estratégico global; en esa coyuntura Washington intensifica sus reclamos de “libre navegación” en el Mar del Sur de China mientras teje alianzas con Japón, India y Australia reeditando la política de “contención” de la Guerra Fría.
Del lado de China, la concentración de poder en manos del presidente Xi Jinping, el lanzamiento del petroyuán asociado al oro desafiando el predominio del dólar y ampliando las condiciones para la internacionalización de la moneda china, la base militar en Yibuti, el “collar de perlas” de puertos comerciales pero con utilidades militares en el Índico, el bordado de la alianza chino-rusa, y la empeñosa modernización de sus fuerzas armadas, señalan los rumbos que Pekín va delineando para materializar el “sueño chino” de revitalización nacional.
Así también se explica el alto perfil que viene asumiendo China en sus relaciones internacionales a través de grandes proyectos dirigidos a potenciar su influencia económica, política y estratégica en todo el mundo, por ejemplo: el de “la Franja y la Ruta”, la Organización de Cooperación de Shanghai (OCS), los BRICS, el Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras (BAII), el Foro China-CELAC, etc. Por su intermedio Pekín promueve no sólo asociaciones comerciales, financieras y empresariales, sino también alineamientos políticos.
En América Latina, la puja de las corporaciones y de los intereses y proyectos estadounidenses y chinos, pone a nuestros países en la situación de elegir y tomar partido en un tablero en el que se juega la pugna hegemónica global.
La creciente influencia de China y de sus socios locales y la puja de intereses encontrados entre las potencias en la región tiene probablemente mucho que ver con que el proceso latinoamericano de integración esté transitando más bien por un camino de des-integración.
La guerra comercial condiciona a los gobiernos involucrados a un alineamiento muchas veces contrario a sus propios intereses.
Ambas potencias tienen numerosos instrumentos de presión para imponer sus prioridades comerciales y políticas: son los grandes compradores de nuestras exportaciones -soja, minería, petróleo-; son los grandes proveedores de bienes industriales y de capital; y son los grandes inversores y prestamistas de los que en buena medida dependen las balanzas de pagos y hasta los empleos de la región.
El dilema se ha acentuado en la última década y algo más, en la medida en que las asociaciones estratégicas con China se han convertido prácticamente en “políticas de Estado”, en las que de hecho convergen parcelas diversas y hasta opuestas del arco político.
Muchas grandes corporaciones chinas se han convertido en los socios externos de poderosos sectores agrarios, industriales, comerciales y financieros locales, a través de los cuales las corporaciones estatales y privadas de China adquieren influencia económica y política y obtienen contratos, en el marco de asociaciones bilaterales o interregionales que perfilan un verdadero “consenso de las infraestructuras”. En muchos casos lo hacen desplazando a empresas estadounidenses o europeas.
Como consecuencia de la presencia interna de esos intereses, de la gravitación que han adquirido en los círculos de decisión política, y del tipo de asociación que ello conlleva -comúnmente presentada como de beneficio mutuo-, se ha ido re-consolidando durante las dos últimas décadas en casi todos los países de la región la vieja especialización primario-exportadora, y una orientación en esencia desindustrializadora.
Incluso muchos de quienes advierten sobre ciertos efectos nocivos de estas estrategias, paralelamente adhieren a la fórmula de aprovechar las oportunidades que ofrece el crecimiento de China y, al tiempo que previenen sobre los desafíos planteados por el ingreso masivo de sus productos industriales y por la tendencia reprimarizadora, sugieren ampliar la oferta exportable a China incorporando valor agregado a las producciones primarias mediante la atracción de capitales chinos para la construcción y financiamiento -provistos por China- de obras de infraestructura (ferrocarriles, puertos, túneles, rutas) dirigidas a facilitar las exportaciones también a China.
Estrategias de adaptación estructural que nuestros países ya transitaron con distintos socios en la historia y que podrían remachar el conocido cerrojo del atraso industrial y la dependencia económica. La “sojización” de las economías argentina y brasileña, como la unilateralización de las de Venezuela y Ecuador hacia el petróleo, las de Chile y Perú hacia la producción minera y otros pocos bienes primarios, etc. están en el trasfondo del déficit comercial, el debilitamiento industrial, la dependencia financiera, los condicionamientos políticos, y en general de una vulnerabilidad externa que ─más allá de ventajas ocasionales─ la guerra comercial en ciernes no puede sino acentuar.